La última película del director israelí Nadav Lapid, Sinónimos, 2019 despierta en el espectador un cúmulo de emociones que causa asombro, desconsuelo, amargura y nostalgia. Posee un ritmo enloquecedor, es brillante, con escenas jocosas y es totalmente impredecible. Consiguió el Oso de Oro (mejor película) y Premio de la crítica en el último Festival de Berlín y Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Sevilla 2019
Comienza con la cámara al hombro siguiendo a buen ritmo a un veinteañero israelí llamado Yoav, interpretado pòr el recién llegado actor Tom Mercier, que camina por las lluviosas calles de París. Irrumpe en uno de esos hermosos edificios parisinos, antiguos situados a lo largo de las orillas del Sena, encuentra la llave escondida y abrió la puerta de un apartamento frío y desolador, sin ningún tipo de muebles.
Yoav se desnuda en la bañera, pero un ruido en la habitación de al lado le alerta. Salta de la bañera, corre por el piso vacío y unos minutos más tarde, después de correr desnudo por el edificio y comprobar que nadie le abrirá la puerta, decide volver al apartamento. Un Yoav tembloroso decide hundirse en la bañera y esperar la muerte, es una secuencia que podría describirse como un intento de suicidio de la personalidad. Despertado a la mañana siguiente por Emile y Caroline, la joven y burguesa pareja burguesa que vive abajo, Yoav renace.
El amable escritor aspirante, Emile (Quentin Donaire) y su novia músico, Caroline (Louise Chevillotte), están decididos a ayudarle y toman a Yoav bajo su protección. Le regalan ropa de Emile, incluido un abrigo súper elegante de color camel, que usa durante toda la película. Yoav, irrumpe en sus vidas compartiendo numerosos pensamientos e historias del ejército israelí, en su muy especial acento francés.
Es el tercer largometraje del cineasta, después de la magnífica Policía en Israel (2011) y La profesora de parvulario (2014), continúa con su análisis casi forense, sobre el nudo invisible que ata a una persona a su país de origen, al igual que el mascarón de proa de un barco que se hunde. Coproducido por el director de Toni Erdmann Maren Ade, y basado libremente en la propia experiencia de Lapid como un joven que huyó a París porque creía que había nacido en el Medio Oriente por error.
«Viví en París entre mis 23 y 25 años (hoy tengo 44) con la idea de disfrutar de la cultura francesa. En aquel momento quería concebir alguna novela y eventualmente convertirme en escritor. Nunca pensé que terminaría siendo un director de cine. Me formé viendo películas francesas y del resto del mundo. Fue una experiencia muy enriquecedora y en aquel momento tomé notas describiendo sensaciones y sentimientos (algo muy concreto y abstracto a la vez) sin saber en qué derivaría. Luego estudié cine, empecé a filmar, mis trabajos comenzaron a circular por festivales, pero jamás pensé que a los franceses pudiera interesarles que alguien como yo filmara en una ciudad con tanta historia y tantos registros como París. «
Y Lapid tiene razón, ya que la historia sobre expatriados en París se ha convertido en un género en sí misma, produciendo cientos de novelas y memorias, y más recientemente, en películas memorables. Sin embargo, el género no es fácil de abordar sin caer en los clichés de un Sena al atardecer, por lo que el inconformista autor israelí merece consideración por hacer una versión única y espinosa de la experiencia parisina.
El título de la película Sinónimos, se debe en parte al diccionario de bolsillo de francés, que Yoav consulta obsesivamente, repitiendo palabras en francés para ayudarle a abandonar el idioma hebreo, y en parte porque esta es la historia de alguien que quiere sustituir una ciudadanía por otra, para encontrar que ambas representan básicamente lo mismo.
Caminando con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, Yoav murmura por la ciudad mientras se niega a reconocer su esplendor turístico. Quiere experimentar París en sus propios términos, que parecen implicar una inmersión completa en el idioma y una separación total de su propia identidad.
Todo el cine de Lapid, refleja una cierta angustia sobre el militarismo israelí, pero Yoav es la personificación viva de esa ira impotente. El ex soldado está tan convencido de que Francia será su libertad, que no parece darse cuenta de que acaba de cambiar un uniforme por otro, desesperado por la libertad está completamente condicionado por la guerra.
Sinónimos no tiene una trama inteligible, ni una narrativa lineal, algunos diálogos aparecen inconexos e inacabados, ello hace que el flujo de ésta película parezca errático. La mayoría de las escenas siguen a Yoav mientras intenta arrojar de su personalidad su Israelidad. Alquila un pequeño departamento y vive con menos de dos euros al día. Pero la patria de Yoav nunca se queda atrás, especialmente cuando consigue un trabajo como guardia de seguridad en la embajada israelí, presumiblemente para obtener el visado, que lo lleva a un enfrentamiento con algunos compatriotas furiosos, siempre dispuestos a la pelea y con cierta tendencia a la manía persecutoria.
La película está salpicada de un humor negro que ridiculiza la guerra, mediante flashbacks del protagonista en su formación como soldado en Israel. En ellas aparece Yoav disparando una ametralladora con la melodía de una canción pop francesa y muestra la misma se fríe con la misma futilidad cómica que la película Foxtrot (2017) de Samuel Maoz. Lapid se burla también de la inclinación vacua de su país natal por la hiper-masculinidad, cuando se reúne con un colega de la embajada un nacionalista expatriado, pura testosterona, participa en peleas regulares con los neonazis de París.
De nuevo Lapid, cuenta con Shaï Goldman como su director de fotografía. En Sinónimos, Yoav y Goldman están encerrados en un perpetuo baile. A medida que Yoav avanza lentamente hacia la ciudadanía francesa, pasando de una jaula a otra, nuestro protagonista descubre que su identidad nacional lo acecha como una sombra. Cuanto más intenta deshacerse de su piel, más se pega a sus huesos. Goldman cubre escenas enteras en largos primeros planos, que sirven para aumentar la sensación constante de claustrofobia, empujando a los personajes y al espectador al punto de ruptura.
En el tramo final de la película, Lapid nos muestra, a través, de un ridículo curso para la obtención de la nacionalidad francesa, una secuencia de una clase de asimilación cultural surrealista donde una profesora jingoísta (Lea Drucker), de nacionalismo exaltado partidaria de la expansión violenta sobre otras naciones. Convencida, como muchos ciudadanos franceses, creyentes de un patriotismo extremo, justificando una política exterior agresiva, expone las glorias de Francia y los “valores de la República” a un grupo de extranjeros que asisten para adquirir la nacionalidad francesa y que culmina con Yoav recitando «La Marsellesa».
Lo interesante de esa última escena es lo bien que ilustra la difícil situación de Yoav: ha hecho todo lo posible para huir del clima militarista de Israel (vislumbrado en algunos flashbacks surrealistas), solo para terminar escupiendo las letras sedientas de sangre del ciudadano francés, una escena que recuerda mucho el espíritu del comienzo de la película Los Miserables (2019) de Ladj Ly
Por último, las secuencias que se intercalan con puntos de vista extremadamente subjetivos y de cámara en mano de Yoav deambulando por las calles de París, pero que se niegan a mirar hacia arriba y disfrutar de los muchos placeres de la ciudad, con saltos de escenas y cambios de flujo de un plano de acción a otro, como si la cámara en sí misma no pudiera decir si se está asentando en un nuevo hogar o tratando de escapar de una vieja prisión, nos hace sentir su dolor.
Que dicha indecisión nos termine resultando más fascinante que exasperante, es gracias a la edición de Era Lapid, la madre de Nadav, a quien está dedicada la película.